Friday, June 02, 2006

El mordelón azul

Era un perro callejero que tenía una fama bastante fuerte en las calles que transitaba habitualmente, por lo que unos muchachos sin nada qué hacer le pintaron su cuerpo manchado con una lata de aerosol color azul. El perro ensordecido y medio mareado por los corrosivos, se fue tambaleándose por las calles, mientras miraba que los gatos se burlaban de su color tan anticuado. Pero lo que más le preocupaba, más allá de los gatos -luego tendría tiempo de vengar la ofensa-, era que la anciana del callejón ya no lo reconocería y, por lo mismo, ya no dejaría que se acercara al platón de sobras que acostumbra dejar para él y otros más de vez en cuando.

Preocupado y desorientado, quería pensar en algo para deshacerse de su pintura azul; cruzó la banqueta y miró a un niño comiendo un pedazo de pizza, el niño corrió asustado dejando caer el pedazo de pizza, pensó que era un perro extraterrestre. El perro pensó en una alternativa para comer en su estado azul.

Antes de llegar al otro lado de la calle, se detiene frente a un charco en el pavimento y se observa a sí mismo, trata de reconocerse. Empiezan a venir a él recuerdos episódicos de otras ocasiones en que se había visto en la necesidad de atacar a alguien por comida. Se queda ahí dejando que pase el tiempo, entonces, sin darse cuenta, un auto dobla por la esquina rápidamente y no logra esquivar su azulado cuerpo, dejando como resultado un golpe en sus patas traseras y la consiguiente sangre que se mezclaba con su de por sí peculiar color.

Llorando horas y horas, su dolor incrementaba minuciosamente y nadie se detenía a ayudarlo, a todo mundo le daba miedo esa cosa rara azulosa con manchas rojas en medio de la calle y que, aparte, lloraba. Los gatos no soportaban el rechinido quejumbroso de sus lamentos y huyeron de la calle, el perro se sentía muy, muy solo y pensaba que ni siquiera iba a morir de su color original.

Anocheciendo ya, los quejidos transformados en un sonido perdido en la noche -haciéndola tétrica, casi inhabitable- empiezan a ser cada vez más pausados, aunque prolongados, no sabría uno distinguir si se lloraba o si era su respiración la que emitía ese sonido que podía recordarle al carnicero aquella temporada que trabajó en el matadero, de la cual no salió bien librado, pues decidió renunciar al trabajo. No soportaba oír el quejido de las cabezas de ganado muriendo mientras eran desangradas.

Ni el carnicero ni Félix, el hijo mayor de éste, soportaban ese chillido lejano que se venía a posar frente a ellos, a interrumpir sus vidas, a traer recuerdos que implicaban más sangre y más dolor aún, que aquella que el perro sufría en pleno pavimento.

El perro permanecía casi estático en el pavimento. Félix, que quería que su papá estuviera tranquilo, salió a mirar con machete en mano de dónde provenían esos chillidos. Con una vara, desde lejos, lo picó, el perro reaccionó con un quejido más fuerte. Félix sacó su machete y lo degolló.

Félix regresó adentro, dejando que el perro escurriera toda su sangre en el pavimento. No quería darle una muerte decente, no intentaba calmar su agonía, ni siquiera facilitar el trámite que el perro sufría. No, lo que quería Félix era poder sacar de su cabeza todas las ideas que rondaban en su mente y que lo ponían de malas, muy de malas, capaz de hacer eso y más con tal de no estar así. La última vez que se sintió tan de malas, las cosas no fueron tan sencillas, porque resulta que no era un perro moribundo quien sufría, quien lloraba largamente en la noche. Entonces sucede lo que pretendía evitar, se arremolinan en su cabeza las imágenes: aquel hijo que tuvo con la muchacha de la otra cuadra, a la que no conoció bien, pero a la cual folló cuantas veces pudo, porque ella era inocente, era débil, él la convencía con tan sólo insistir un poco; pero terminó embarazándola y su padre le advirtió que tendría que hacerse responsable del producto -él no podía verlo como su hijo-. ¿Qué quedaba ahora para él? trabajar miserablemente para mal alimentar a su nueva familia en un cuartucho que no valía la mitad de lo que costaba. Si las cosas hubieran sido tan fáciles como decapitar la sutileza de su padre histérico que proponía una vida miserable para todos: la utilización de los métodos arcaicos para el bien de la humanidad.

Una mañana, pasando las semanas, Félix se despertó en su cama rodeado de su cuarto de dos por tres metros cuadrados esperando algún mérito para excusar su vida, su sumisa pareja le hacía recordar que un perro murió.

Sabía, aunque se lo negaba todo el tiempo, que si no fuera un cobarde, no hubiera muerto el perro, hubiera muerto él. Recuerda, y ahora lo sabe, que ese quejido-llanto-respiración que emanaba del animal venía a hacer eco en sus entrañas; es por eso que le desesperaba escuchar largamente el mismo quejido que largamente ha ido sintiendo resonar en su pecho. Se siente vacío, sin nada adelante, ridiculizado, se da vergüenza a sí mismo. Tiene tantas ganas de tomar el machete y ponerse a desangrar en esa cama en la que ha sido confinado a sufrir -agónicamente- la compañía de un ser que ya no le apetece ni para dirigirle una buena cara. Pero es un cobarde; así se siente.

Desquiciándose cada vez más, le propuso a su tiempo el debate de la agónica incrustación de sus recuerdos felices. Y ahí se quedó esperando reivindicaciones a sus errores tan bien proporcionados en su vida. Recordó el periodo de la resurrección de su congénita manía de retorcido amor inesperado y la desdicha sincera excluida por la inútil inocencia de alguna ignorante femenina. Pensaba complicadamente en su desdicha, y sonrió sin nada más que esperar de la desdicha.



-[[ Itzelkaos & Mictlantecutli ]]-